viernes, 26 de febrero de 2010

Paso 1: Arrepentimiento y confesión

El camino de Salvación se inicia cuando una persona reconoce que ha pecado y necesita salvación. Dios había señalado que el pecador arrepentido debía llevar una víctima para ser sacrificada en el Santuario. Según lo especificado en Levítico capítulo 4, esta víctima consistía en

a. Un becerro, cuando el pecador era un sacerdote ungido, o bien, todo el pueblo (v.3,13,14)

b. Un macho cabrío, si el pecador era un jefe (v.22,23)

c. Una cabra (v.27,28),o una cordera (v.32) si era una persona del pueblo

d. Dos tórtolas o dos palominos, si era una persona pobre (v.7)

e. Dos litros de flor de harina, si ni siquiera tenía para las dos tórtolas o palominos (v.11)

Así pues aprendemos que la salvación está al alcance de todos, hasta para el más pobre. Lo que sí es indispensable, es tomar la decisión de ir al santuario con su víctima para el sacrificio. Ahora el pecador toma su animal, digamos un cordero, y se dirige hacia el santuario.

En Josué 3:3,4 encontramos un detalle muy significativo: “Cuando vean el arca del pacto del Señor su Dios, y a los sacerdotes levitas que la llevan, abandonen sus puestos y pónganse en marcha detrás de ella. Así sabrán por dónde ir, pues nunca antes han pasado por ese camino. Deberán, sin embargo, mantener como un kilómetro de distancia entre ustedes y el arca; no se acerquen a ella.” La tradición judía señala que esta distancia se respetaba en todo momento, es decir, que siempre había un espacio vacío como de un kilómetro alrededor del Santuario.

El pecador debía avanzar al menos un kilómetro llevando su corderito, a la vista de todos. Cualquiera que lo veía podía darse cuenta de su condición de pecador. Pero al mismo tiempo, estaba dando testimonio público de su arrepentimiento y su confianza en el Plan de Dios.

Su fe le impulsaba a ir al Santuario, a pesar de la vergüenza de ser reconocido como pecador. Porque todo aquel que decidía no ir, estaba condenado a muerte por su propio pecado. Conforme el pecador se acercaba al santuario, podía ver que estaba rodeado por una cortina blanca. Cuando llegaba, tenía que rodear el atrio, pues la cortina sólo tenía una puerta. La puerta podía reconocerse porque NO era blanca. La puerta era de color azul, rojo y púrpura.

Una sola puerta había para entrar en el atrio. Esa puerta representa a Cristo Jesús quien dijo: “Yo soy la puerta; el que entre por esta puerta, que soy yo, será salvo.” Y el apóstol Pedro afirmó: “En ningún otro hay salvación, porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres mediante el cual podamos ser salvos.” Sólo una puerta significa que sólo hay un camino y sólo un Salvador, Cristo Jesús. “Yo soy el camino, la verdad y la vida —le contestó Jesús—. Nadie llega al Padre sino por mí” (S. Juan 14:6).

Cuando el pecador llegaba a la puerta, era recibido por uno de los sacerdotes oficiantes. Este sacerdote le recibía con un abrazo y le decía: “Bienvenido a la casa de Dios. Este es el único lugar donde puedes encontrar el perdón por tu pecado y la esperanza de vida. Te felicito por venir.” Luego lo invitaba a pasar y se ofrecía para explicar cualquier cosa que el pecador no entendiera, o quisiera saber.

Entrando en el atrio, el sacerdote conducía al pecador, con su corderito al lado norte del altar. En ese sitio le daba las instrucciones para realizar el sacrificio. Primero, debía atar a su cordero. Usando una cuerda, el pecador con ayuda de los sacerdotes amarraba las patas del animalito hasta que éste perdía el equilibrio y caía al suelo.

A continuación el sacerdote le indicaba al pecador que debía confesar su pecado poniendo “la mano sobre la cabeza del animal” (Levítico 4:29). La palabra poner (camak) también puede ser traducida como inclinarse, apoyarse. En el mundo occidental acostumbramos a orar y confesar nuestros pecados arrodillándonos y de esta manera nos imaginamos la escena.

Pero en los tiempos bíblicos para externar humildad y arrepentimiento se acostumbraba postrarse sobre el rostro en tierra (véase Josué 5:14; 7:6; Ruth 2:10; 1Samuel 25:23,41; 2 Samuel 14:4; 2Cron 20:18;). Así que la escena es probablemente diferente de cómo la imaginamos: El pecador se inclinaba con el rostro hacia la tierra y apoyaba todo el peso de su cuerpo sobre el corderito mientras confesaba su pecado.

La tradición judía menciona que en muchas ocasiones el cordero, antes de ser sacrificado, ya sangraba por sus oídos, nariz y boca. Ahora recordemos el pasaje de Isaías 53:5 “Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos perdidos, como ovejas; cada uno seguía su propio camino, pero el Señor hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros. Maltratado y humillado, ni siquiera abrió su boca; como cordero, fue llevado al matadero; como oveja, enmudeció ante su trasquilador; y ni siquiera abrió su boca.”

Todo esto prefiguraba el momento cuando Jesús recibiría sobre sí todo el peso del pecado de la humanidad, antes de morir. El evangelio según San Lucas narra este evento en el capítulo 22 versículo 44: “Pero, como estaba angustiado, se puso a orar con más fervor, y su sudor era como gotas de sangre que caían a tierra.” Allí en el Getsemaní, todo el peso de la ley cayó sobre Jesús, como si él fuera el culpable, aunque nunca cometió pecado.

Una vez confesado su pecado, el sacerdote entregaba al pecador un cuchillo afilado y le daba instrucciones para degollar, de un solo tajo, al inocente animal. Sí, el pecador, y no el sacerdote debía sacrificar al cordero (Levítico 4:29 u.p). Esto era todo lo que el pecador podía hacer. El resto de la ceremonia era realizado por el sacerdote.

En la realidad del Plan de Salvación, sólo hay dos cosas que puede hacer el pecador: Confesar ante Dios que ha pecado, y sacrificar al “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (S. Juan 1:29). El resto lo realiza el sacerdote quien representa al Señor Jesús.

Mientras el cordero muere, su sangre es juntada en un recipiente. Posteriormente, el sacerdote untará los cuatro cuernos del altar del sacrificio con la sangre del cordero y el resto de la sangre es derramada al pie del mismo altar.

Finalmente, el cordero es desollado, cortado en piezas y lavado con el agua de la purificación. El sacerdote debía hacer todo esto con sumo cuidado, para evitar quebrar alguno de los huesos (véase Éxodo 12:46; Números 9:12). De esta manera se prefiguraba que a Cristo no le quebrarían los huesos (véase Salmo 34:20; S. Juan 19:36).

Finalmente el cordero era colocado sobre el altar para ser consumido. Así Cristo recibió “la paga del pecado [que] es muerte,” a fin de que nosotros podamos disfrutar de “vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Romanos 6:23).

Hay un pensamiento muy inspirador en el libro El Deseado de todas las gentes, página 17 que dice: “Cristo fue tratado como nosotros nos merecemos a fin de que nosotros pudiésemos ser tratados como él merece. Fue condenado por nuestros pecados, en los que no había participado, a fin de que nosotros pudiésemos ser justificados por su justicia, en la cual no habíamos participado. El sufrió la muerte nuestra, a fin de que pudiésemos recibir la vida suya.”

Gracias por escribir sus comentarios. Continuará la próxima semana…


Todos los textos de la Biblia, excepto cuando se indica lo contrario, han sido citados de la Nueva Versión Internacional publicada por la Sociedad Bíblica Internacional en 1979.

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